En un momento de crisis y recortes sin igual, cada vez se reclama con más fuerza una auténtica ley de mecenazgo que, como en el caso de Francia – país con una larga tradición en la subvención de la cultura -, propicie la creación de una fuente adicional para el sustento del sector cultural.
En este escenario, las recientes declaraciones de uno de los aspirantes a la presidencia de la SGAE, Antón Reixa, no dejan de sorprender. En una entrevista, el músico, escritor y director de cine gallego apuntaba que, en una época de pocas ayudas y una progresiva implantación del mecenazgo cultural, la cultura indefectiblemente se iba a ver condenada a vivir de la beneficencia, razón por la cual, de ganar la presidencia de la sociedad gestora, va a perseguir implacablemente los delitos de piratería, puesto que – según sus palabras – los derechos de autor son la única manera de que la cultura pueda mantenerse a sí misma.
Como es previsible, estas declaraciones han hecho arder los foros sociales. Sin embargo, y sin entrar en uno de los temas estrellas de la red, resulta preocupante que Reixa, un creador y miembro activo del mundo cultural, equipare mecenazgo a beneficencia.
Es evidente que una ley que favorezca el mecenazgo no conseguirá los resultados de otros países como Estados Unidos. La razón es muy sencilla: los ciudadanos estadounidenses asumen la cultura, según apunta Teixeira Coelho - conocido estudioso en este campo, como algo muy próximo, lo que se traduce en donaciones y mecenazgo. En un país como España, con unos índices de lectura por los suelos, a la cola del consumo cultural y donde los tijeretazos a la cultura no han provocado protestas demasiado sonoras, puede resultar difícil que el empresariado español mire más allá del fútbol a la hora de erigirse como mecenas de algún sector o proyecto cultural.
Sin embargo, y afortunadamente, no toda la financiación privada ha de depender necesariamente de empresarios con pocas miras. Y aquí entraría en juego el inestimable papel del sector asociativo, en precariedad económica permanente, pero con más de una fuente de financiación. De crearse una auténtica ley de mecenazgo que vaya más allá de las buenas intenciones, las ayudas privadas que ya recibe el tercer sector, las cuales responden, en su mayoría, a donantes con inquietudes culturales, podrían incrementarse notoriamente.
Por otra parte, una buena ley de mecenazgo no tiene que porqué ir en detrimento de la ayuda estatal, la cual obligatoriamente ha de privilegiar el derecho de todo ciudadano a acceder a la cultura y apoyar a aquellos sectores históricamente deficitarios como, por ejemplo, las artes escénicas.
Existe, forzosamente y como ha demostrado nuestro país vecino, un punto intermedio entre una creación cultural que dependa por completo del estado y, en consecuencia, comulgue con los preceptos del gobierno del momento; y un mecenazgo liberal, donde el apoyo a la cultura se rija por las leyes de mercado.
Finalmente, si deben ser los derechos de autor los que sustenten la cultura, tal y como apunta Reixa, ¿no se someterían los creativos a las leyes de mercado para poder ganarse la vida?, ¿no se acatarían los esquemas del gobierno de turno en aras a una posible ayuda?
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