Diseñador y animador de series infantiles que, como Heidi o Marco, siguen aún frescas en la memoria de algún nostálgico -y que antaño, hace ya casi cuatro décadas, cosecharon un enorme éxito en una parrilla televisiva de sólo dos canales-, Hayao Miyazaki es, sin duda alguna, uno de los mayores genios de un género tan fecundo y admirado como el de la animación japonesa.
No por casualidad, obras tan afamadas y premiadas como Porco Rosso o El viaje de Chihiro llevan su firma y la del Studio Ghibli, la productora que cofundara ya bien entrado en la cuarentena y que es considerada por muchos como la gran rival de la todopoderosa factoría Disney.
Hace más de medio año, sin embargo, la consternación cundió entre los muchísimos seguidores de la obra de Miyazaki. Tras casi cinco décadas en activo y una carrera trufada de premios, el artista japonés anunciaba su retirada definitiva.
El viento se levanta, estrenada hace escasas semanas por estos lares, se ha convertido así en el punto y final de una de las filmografías más interesantes de los últimos tiempos, un excelente epílogo en el que sus cuestionables defectos se diluyen en un mar de excelencia. De hecho, y si bien articulado como un biopic lineal y de corte clásico -centrado en la figura del ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi-, el último film de Miyazaki resulta ser una obra exquisita, elegante, sutil y totalmente merecedora de los parabienes que la crítica le ha otorgado allá donde se ha estrenado.
Entre sus valiosos ingredientes destacan, sin duda, una excelente banda sonora y una no menos brillante contextualización histórica en la que se incluyen episodios tan importantes para la historia contemporánea del país del Sol Naciente como el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la terrible crisis económica que precedió a la contienda bélica y que condenó al exilio a cientos de ciudadanos, la virulenta epidemia de tuberculosis que sacudió al país poco antes de la guerra o el devastador terremoto acaecido en Kanto en 1923 y cuya fabulosa recreación es, posiblemente, la escena más impactante y lograda del film.
Ese brillante pasaje, junto con el resto de los que componen la obra, da testimonio del increíble savoir faire de Miyazaki como dibujante y compositor de vivas y coloridas escenas, fotogramas de arrolladora belleza, dignos, en muchos casos –especialmente en los momentos más oníricos del film-, de pender de las paredes de un museo.
Mención aparte merece la caracterización de personajes que, si bien con todos los defectos que sus máximos detractores le achacan al anime japonés –aire infantilizado, risibles caricaturas humanas o enormes ojos poblados por numerosos e improbables astros- resulta sumamente lograda, especialmente en el caso de su principal protagonista -un Jiro Horikoshi con una cierta reminiscencia a Harry Potter-, del vivaz ingeniero Gianni Caproni o del exiliado alemán con el que del Horikoshi trabará una breve amistad.
Al último film de Miyazaki, de hecho, tan sólo podría achacársele una mácula, la excesiva duración de algunos pasajes que, para los neófitos en ingeniería, pueden resultar impenetrables e, incluso, plúmbeos. Por lo demás, El viento se levanta resulta ser un film de recomendado visionado para los amantes del Séptimo Arte –obligado para los fanáticos del anime- y tan poético como los versos de Paul Valéry que alientan su mensaje y dan origen a su título, El viento se levanta, hay que intentar vivir.
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