Desde que, allá por 1993, el historietista e ilustrador gallego Miguelanxo Prado publicara su celebrada Trazo de tiza, muchos son los amantes del Noveno Arte que se han ido sumando a las filas de adeptos que siguen con celo su trabajo, una extensa obra que le ha hecho merecedor de numerosos e importantes premios y le ha convertido en una de las figuras más representativas de la novela gráfica facturada por estos lares.
Por ello, no resulta en absoluto extraño que su última obra fuera esperada con ansia, especialmente porque Prado ha invertido en ella tres años de intensísimo trabajo. Publicada por fin en 2012, Ardalén ha logrado la proeza de agradar tanto a público como crítica y, considerada ya como la novela gráfica más ambiciosa y lograda de su autor, se ha hecho con dos importantísimos galardones, el Premio a la Mejor Obra de un autor español en la pasada edición del Salón del Cómic de Barcelona y el Premio Nacional del Cómic 2013.
Enmarcada en un presente reconocible, Ardalén narra la historia de Sabela, una mujer que, recién entrada en la cuarentena, atraviesa una profunda crisis personal y profesional que la llevará a indagar en el pasado de uno de sus ancestros, su abuelo materno, un gallego que, en la década de los treinta del pasado siglo, marchó a Cuba en busca de un futuro mejor. Pasado un tiempo, y a pesar de algunas cartas y un regreso puntual, su familia le fue perdiendo el rastro e, inevitablemente, olvidando, aunque sus hijas aún conserven algunas fotografías y documentos y el vago recuerdo de que uno de los amigos que le acompañaron en su aventura americana era originario de un pueblo en el interior de Galicia.
Si bien este hilo argumental envuelto de misterio atrapará al lector desde el primer momento, sería injusto y absolutamente erróneo inscribir Ardalén en un subgénero narrativo, pues su desarrollo no sólo lleva al lector a épocas pretéritas, sino a un universo paralelo sustentado en los recuerdos de uno de sus protagonistas, Fidel, un anciano al que su fragmentada memoria, teñida casi por completo de irrealidad, le transporta, de forma constante, a un mundo imaginario, en el que el mar, con su belleza arrolladoramente fría, tiene un destacadísimo papel.
Para hilar esos pasajes alternos entre presente, pasado y ese universo onírico en el que se halla sumergido Fidel, Prado opta por varios recursos que se revelan magistrales no sólo en su uso, sino en su mera concepción. Entre ellos destacan esos incisos en los que el historietista gallego incluye falsas entrevistas y reproducciones exactas de documentos reales –como billetes de embarque, talones o, incluso, informes psiquiátricos-, los numerosos flashbacks que articulan toda la historia –y que, aun recurrentes, no resultan ni cargantes ni accesorios- y, por supuesto, el increíble savoir faire de Prado como dibujante y también como pintor, pues sus viñetas no sólo cuentan con una magnífica combinación de colores y hacen alarde de una exquisita composición, sino que, además, con un trazo que evoca a los maestros del impresionismo, son dignas de ser contempladas con detenimiento y, algunas de ellas, merecerían incluso el honor de ser expuestas en un espacio museístico.
De hecho, además de un sugerente ejercicio de reflexión sobre el poder y la fragilidad de la memoria, Ardalén es, sobre todo, un precioso poema visual y una prueba fehaciente de que el realismo mágico puede traspasar con éxito la frontera de la palabra escrita, algo que, tras la errática adaptación cinematográfica de algunas de las obras de los grandes maestros del subgénero, parecía una tarea imposible.
Por todo ello, y en definitiva, Ardalén se constituye como una obra de obligada lectura -¡y relectura!- para cualquier amante del Noveno Arte.
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