Tras larga espera, hace escasas semanas, se estrenaba en la cartelera española el último trabajo del cineasta belga Jan Verheyen, El veredicto, un film que no sólo se ha convertido en uno de los más exitosos de la cinematografía belga, sino que, además, se ha hecho con el favor de gran parte de la crítica allá por donde se ha estrenado y ha sido merecedor de importantes galardones concedidos en los pasados festivales de Chicago y Montreal.
Ambientada en una ciudad de la región de Flandes, El veredicto narra la historia de Luc Segers, un hombre felizmente casado y en la cima de su carrera profesional que verá derrumbarse su mundo cuando pierda, de la peor manera posible, a su mujer y a su hija. Transido de dolor, Segers intentará resarcir su vida llevando ante los tribunales al causante de su terrible pérdida. Sin embargo, un error en el procedimiento judicial truncará sus deseos de justicia. Será entonces cuando Segers, creyéndose estafado por un sistema que creía justo, tome una decisión tan drástica como definitiva.
Si bien un argumento como éste, manido como pocos, podría hacer recelar a más de un espectador, El veredicto queda lejos de los largometrajes de factura hollywoodiense con sinopsis casi idénticas y protagonizados por lobos solitarios que se dedican, en una suerte de catarsis vengativa, a administrar mamporros a diestro y siniestro hasta liquidar finalmente al hacedor de todos sus males, un personaje casi siempre de opereta y carente por completo de virtud alguna.
El veredicto sigue, por el contrario, un esquema muy diferente, tanto desde el punto de vista argumental como del más puramente cinematográfico. Así, lejos de articularse con un ritmo trepidante, recurrir a efectos más propios del cine gore o caer en la tentación de dar un giro argumental imprevisible hacia el final del metraje, el film de Verheyen hace gala de una fría factura, desprovista de artificios, y de un ritmo lento y sostenido, acorde con el desarrollo argumental de un film en el que el discurso abocado al debate tiene una importancia capital, especialmente porque gran parte de la historia narrada transcurre en un juzgado.
A pesar de esa fuerte presencia dialéctica, El veredicto no es tampoco un film en el que se aborde el sentimiento de culpa ni el de redención, sino que se constituye como una crítica demoledora a un sistema judicial que permite que, por errores de forma o procedimiento, violadores, pederastas y asesinos queden libres, en la calle, y sin pena alguna. En su aproximación a un problema que afecta especialmente a su país, Verheyen, desiste, sin embargo -y sin que ello reste un ápice de interés al debate que genera su obra-, de cualquier intento de abordar el tema desde una óptica objetiva, hecho más que palpable desde el inicio -uno de los momentos fílmicos más duros rodados en años-, en la forma en la que presentan los diferentes asesinatos o en los títulos de crédito finales, que son, en sí mismos, toda una declaración de intenciones.
No obstante, y pesar de esa subjetividad no enmascarada -¿existe, en definitiva, la objetividad en estado puro?-, El veredicto difícilmente podría tacharse de panfletaria o plúmbea, pues, amén de los incuestionables hallazgos cinematográficos –especialmente interesante resulta la escena cuando el veredicto del jurado es finalmente leído en la sala-, resulta ser un estimulante reto reflexivo que, aun amargo, se constituye como una denuncia necesaria.
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