Hace unos años, la primera temporada de la serie británica Broadchurch se hacía con varios premios Bafta, los más codiciados de la filmografía británica y, sin duda, unos de los más prestigiosos del mundo. Aquellos galardones suponían el colofón a una emisión que había supuesto récords de audiencia. Su éxito en su país de origen fue tal que la serie no tardó en exportase a otros países, incluido Estados Unidos, donde ya se ha realizado el preceptivo remake, que, si bien cuenta con el mismo actor protagonista, David Tennant, queda muy lejos de la calidad artística del original en el que se inspira.
Sorprendentemente, Broadchurch no contó con un recibimiento parecido por estos lares. Su estreno en una cadena privada no captó, de hecho, la audiencia esperada –lo que explicaría por qué no se han adquirido los derechos de distribución de la segunda temporada– y fue, en general, acogida con tibieza por parte de la crítica, llegando a cosechar, incluso, alguna que otra reseña negativa.
Tras descubrir recientemente esta joyita televisiva –gracias a la inestimable recomendación de una amiga–, no podríamos menos que disentir con esa indiferencia hacia una serie que reúne lo mejor de la ficción televisiva británica –que no es poco, por cierto– y algunos elementos, visuales y narrativos, que la entroncan con las tan bien facturadas series televisivas escandinavas rodadas en los últimos tiempos –especialmente danesas– e, incluso, con el gran clásico televisivo de los años 90 del pasado siglo, que supuso un antes y un después en la historia de la pequeña pantalla, Twin Peaks.
Articulada en torno a una trama en apariencia manida –el misterioso asesinato de un niño en una localidad del norte de Inglaterra acabará convulsionando a toda una comunidad y sacando a la luz verdades muy incómodas–, Broadchurch cuenta con un muy elaborado guion en el que prima tanto el suspense por descubrir la identidad del asesino como la hondura psicológica de sus personajes, presentada gracias a subtramas muy cuidadas en las que pesa más el silencio que las palabras. Y si bien en el desarrollo del guion se emplean los ingredientes más recurrentes del género de suspense servido en la gran y pequeña pantalla –falsas pistas, personajes con muchos secretos, sospechosos casi todos y con pasado, en algunos casos, más que turbio–, Broadchurch resulta creíble desde el primer momento; y en ello no sólo influye la magnífica labor de sus guionistas, sino el increíble papel de sus actores, igualmente magníficos todos ellos y sin excepción, lo que demuestra, una vez más, que en el terreno interpretativo la cinematografía británica es absolutamente imbatible.
A ello habría que añadir la inclusión de algunas logradísimas escenas desde el punto de vista cinematográfico –que, en algunos casos, remiten poderosamente a la estética de la hoy tan en boga filmografía escandinava y a la ya aludida serie de David Lynch– y una banda sonora original y, a su manera, sumamente pegadiza.
El final de la serie –servido en el octavo capítulo y que, por supuesto, no desvelaremos– es, además, de esos que hacen historia, por un inesperado y logrado desenlace en el que todas las piezas del intrincadísimo puzle acaban encajando a la perfección, amén de vertebrarse de manera brillante con los temas a los que se hace una alusión constante a lo largo de todos los episodios –como la frontera entre el amor más precoz y la siempre execrable pedofilia o el enorme poder de una prensa carroñera, que, perdidos ya los valores que sustentan la existencia del periodismo, vive al servicio del espectáculo y de las ventas.
Serie, en definitiva, destinada a los paladares más exigentes, Broadchurch demuestra que la pequeña pantalla aún puede deparar alguna sorpresa, aunque muchas veces deba optarse por la compra de DVDs o la apuesta por portales legales de distribución audiovisual para poder disfrutar de series tan fantásticas como ésta y, por ende, con tan poca cabida en unos canales, privados o públicos, en los que, salvo honrosas excepciones, la programación basura reina a sus anchas desde hace años.
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