Tras larga espera, hace escasas semanas llegaba por fin a la cartelera española El Hobbit. La batalla de los cinco ejércitos, la última entrega de la trilogía de Peter Jackson inspirada en el cuento que, escrito por J.R.R. Tolkien en 1937, diera pie, años más tarde, a El señor de los anillos, obra cumbre del novelista británico cuya traslación a la gran pantalla encumbraría a la fama al cineasta neozelandés.
Cuando, tras el éxito de aquella aclamada adaptación, Jackson anunciara su intención de llevar El hobbit a la gran pantalla mediante tres entregas cinematográficas, muchos fueron los recelos suscitados entre los amantes de la obra de Tolkien, incluso los que habían aplaudido con entusiasmo el trabajo anterior del hoy célebre cineasta. Aquellas reticencias resultaron infundadas en gran parte, pues la primera entrega de la nueva trilogía, aun con licencias creativas, logró captar a la perfección el tono infantil empleado por el escritor británico en aquella primera historia de la Tierra Media y enlazarlo, magistralmente, con la sobriedad y dramatismo que impregnaría su obra posterior y que Jackson tan magníficamente bien sabría plasmar en sus tres largometrajes.
El Hobbit. La desolación de Smaug prosiguió la buena senda iniciada por su predecesora y, como aquella, no sólo hizo gala de un ritmo trepidante y sostenido, un reparto de lujo, excelente factura técnica, y la siempre magnífica banda sonora de Howard Shore -cuyos sublimes acordes eran y son capaces de transportar al espectador a una suerte de grandioso espectáculo operístico-, sino que, además, volvía a introducir, en un mayor número, algunos de los más sombríos elementos que después se desarrollarían en El señor de los anillos.
El Hobbit. La batalla de los cinco ejércitos, si bien contiene todos esos ingredientes, se ve lastrada en demasía por desaciertos varios que acaban convirtiéndola en un muy irregular punto y final a un proyecto cinematográfico sumamente ambicioso.
Entre esos desaciertos destaca el propio inicio, cuya mera concepción y rápido desarrollo plantean la duda de si no hubiera sido mejor unir las tramas de la segunda y tercera entrega en un solo filme, especialmente porque la espantosa pesadilla que parecía que iba a asolar la Ciudad del Lago al final de la segunda parte se diluye a los pocos minutos de iniciado el metraje de la tercera, para, acto seguido, dar paso a la larguísima batalla a la que alude el título y en la que se sustenta todo el film -a pesar de que en la obra original el conflicto bélico se dirimía en pocas páginas.
A ello habría que añadir un excesivo uso de efectos especiales que, aun justificados en muchos pasajes, bordean peligrosamente la más pura estética del videojuego e inciden sobremanera en la ridiculez argumental de algunas escenas, como aquella en la que Legolas –interpretado por un Orlando Bloom de mirada siniestra por obra y gracia de un uso incomprensible de lentes de color- sale indemne de una pelea en la que se enfrenta solo, y sin más ayuda que su arco y flechas, a un fiero contrincante mientras el suelo que pisa va desapareciendo bajo sus pies.
El mayor desacierto de El Hobbit. La batalla de los cinco ejércitos reside, sin embargo, en su tono grandilocuente, rayano en lo pretencioso, y despojado del menor atisbo del humor presente en las dos entregas anteriores, lo que, unido a una duración excesiva, a todo lo reseñado anteriormente y, de nuevo y como ya pasara en el film que la precede, a un abuso injustificado de los efectos sonoros –que enmascaran más que ensalzan la prodigiosa voz de un intérprete contratado, precisamente, por sus portentosas cuerdas vocales, Benedict Cumberbatch-, aleja esta última incursión de Jackson en la Tierra Media de los films a los que sucede, cuyos logradísimos aciertos, aun con licencias creativas y algunos excesos, prometían, en su conjunto, una más que acertada adaptación del que es, sin duda, uno de los libros más leídos y queridos de todos los tiempos.
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