Si bien con una obra literaria no demasiado prolija –catorce conjuntos de relatos cortos y una única novela publicada hace más de cuarenta años-, Alice Munro es considerada como una de las mejores narradoras contemporáneas en lengua inglesa.
El año pasado, además, la octogenaria escritora canadiense coronaba su brillante carrera con el Premio Nobel de Literatura. Mucho antes, y a lo largo de más de cuatro décadas, su incuestionable maestría como prosista la había llevado a ser merecedora de numerosos y prestigiosos galardones y a ser comparada, en infinidad de ocasiones, con uno de los mejores autores de narrativa breve de la historia, el consagrado escritor ruso Anton Chejov.
A finales de 2012, y con motivo de la publicación de su última obra, Mi vida querida, Munro manifestaba su intención de retirarse, una decisión que muchos de sus lectores todavía cuestionan, pues no sería la primera vez que la escritora anuncia su despedida del mundo de las letras para, no demasiado tiempo después, obsequiar a su público con nuevas y cautivadoras historias. Sea como fuere, es difícil imaginar un mejor epílogo literario que Mi vida querida.
Conjunto de relatos inconexos pero con un común trasfondo histórico -la Segunda Guerra Mundial y los años inmediatamente anteriores o posteriores a su estallido- y un mismo escenario- Canadá-, la última obra de Munro ha sido, de hecho, objeto de numerosas y elogiosas críticas allá donde se ha publicado.
Hilvanadas con una prosa absolutamente elegante, exquisita y sutil y con un ritmo narrativo fluido y sostenido, todas las tramas urdidas por la genial escritora anglosajona en Mi vida querida abordan un periodo breve –aunque crucial, en la mayoría de los casos- de las vidas de unos personajes magistralmente construidos y que Munro, cual laboriosa entomóloga, disecciona con precisión y un cierto distanciamiento.
Esa aparente frialdad no hace más que abundar en esa cotidianidad de aplastante peso que caracteriza la obra de la escritora anglosajona y que, revestida de una falsa sencillez narrativa –secundada por la ausencia de dramatismo exacerbado y de retorcidos giros argumentales-, resulta fascinante por las historias que subyacen de trasfondo y que no necesariamente emergen durante la lectura, sino tiempo después, quedando prendidas en la memoria durante días e induciendo a más de una reflexión, cuando no a una necesaria relectura.
De hecho, Mi vida querida no deja de ser una profunda reflexión sobre los temas que preocupan al ser humano desde los albores de los tiempos –la muerte, el inexorable paso del tiempo o el amor- y aquellos otros que, como la frustración, la inseguridad, el egoísmo, la malicia o el dolor, hacen que el tránsito por este mundo pueda convertirse en un largo, lóbrego y tortuoso camino.
Muy posiblemente, sin embargo, son los últimos capítulos de la obra los que revisten un mayor interés, pues, planteados como una suerte de híbrido entre ficción y realidad -la propia biografía de la autora-, resultan ser los más complejos en su formulación y desarrollo.
En definitiva, este puñado de relatos absolutamente cautivadores muy difícilmente dejará indiferente a los lectores más sibaritas, conocedores o no de la obra de una narradora que hace ya tiempo emprendió el camino hacia la inmortalidad literaria.
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