19 de noviembre de 2013

Días sin hambre. Un descenso al infierno de la anorexia



Muchos años antes de convertirse en una aclamada escritora, Delphine de Vigan padeció una enfermedad que la condujo a un estado que tan sólo podría calificarse como la misma antesala de la muerte.

Famélica, con un peso inferior a los cuarenta kilos y un cuerpo que ya prácticamente no la sostenía en pie, la autora francesa –entonces una joven estudiante de diecinueve años- hubo de ser ingresada en un centro hospitalario especializado en su dolencia, la anorexia.

De Vigan habría de permanecer en aquel hospital varios meses, los justos para conseguir que su cuerpo alcanzara los cincuenta kilos y los suficientes para consignar por escrito, en notas y libretas, todo el sufrimiento –tanto físico como psicológico- que comportó el tratamiento médico al que fue sometida. Pasado el tiempo, aquellos escritos darían pie a la redacción de su primera novela, Días sin hambre, publicada en 2001 bajo el pseudónimo de Lou Delvig y que ahora llega a las librerías españolas.

Dura, sobria y esperanzadora. Estos podrían ser los adjetivos que mejor definiesen esta primera obra de Delphine de Vigan, una novela que, por su propia temática, no resulta un plato fácil de digerir –no en vano, y en una suerte de catarsis, la autora francesa desgrana su día a día en el hospital describiendo muy vívidamente su difícil proceso de curación-; sin embargo, lejos de constituirse como un relato de desaforado dramatismo teñido de morbosidad –ésa a la que bien pudiera prestarse la descripción de una enfermedad como la anorexia, que comporta un deterioro físico tan extremo-, la obra de De Vigan se constituye como una narración ponderada, sobria –que no fría- y, sobre todo, optimista hasta el punto de ser una lectura más que recomendable para todos aquellos lectores que hayan padecido, en sus carnes o en las de sus seres queridos, los devastadores efectos de una enfermedad tan mediática como poco conocida.

De hecho, es en la descripción de las causas que conducen a esa enfermedad donde reside el mayor acierto de Días sin hambre. Unas causas que, reveladas de forma dosificada por la autora a lo largo de su obra, nos descubren que la anorexia no responde solamente al empecinamiento por alcanzar un determinado canon de belleza, sino que puede ser consecuencia de problemas muchísimo más serios, como los de Laure –el alter ego de De Vigan-, con una infancia marcada por la violencia verbal, el abandono y la locura.

En cuanto a los terribles efectos de la enfermedad, Días sin hambre resulta un relato inquietante por no ceñirse exclusivamente a la publicitada imagen de las personas aquejadas por la anorexia, sino por incidir en los paralelismos entre esta dolencia y aquellas otras derivadas de las drogodependencias, como, por ejemplo, la sufrida por una joven cocainómana con la que Laure acabará identificándose en más de un momento.

Con un ritmo narrativo muy sostenido, Días sin hambre resulta a ratos, no obstante, un relato un tanto caótico, especialmente en aquellos párrafos con una ausencia flagrante de los necesarios signos de puntuación. Este recurso, sin embargo, se revela sumamente efectivo para diseccionar a Laure, mostrando sus carencias, deseos, logros, miedos e inseguridades. Para lograr ese vívido retrato de su alter ego, De Vigan, además, recurre a un tono intimista, aunque no exento de un cierto distanciamiento –acentuado por el recurso del narrador omnisciente-, lo que revela que la redacción de esta primera obra, aun muy posiblemente liberadora, debió ser tarea ardua para su autora. 


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