Dotado pintor, dibujante y artista gráfico, Frans Masereel fue uno de los xilógrafos más destacados de su tiempo. Con una vida a caballo entre dos siglos y enmarcada en diferentes escenarios –su Flandes natal, Francia y Suiza, amén de estancias en Alemania e Inglaterra-, Masereel ilustró numerosos textos clásicos de literatos tan encumbrados como Víctor Hugo, León Tolstoi, Émile Zola o Oscar Wilde.
Frans Masereel es hoy recordado, no obstante, por su genuina producción artística, novelas gráficas carentes de palabras que ya en su tiempo merecieron encendidos elogios por parte de escritores de la talla de Hermann Hesse, Thomas Mann o Stefan Zweig, y que, posteriormente, seducirían e influirían notablemente la obra de historietistas tan reconocidos como Art Spielgelman o Will Eisner.
La ciudad es posiblemente la obra más conocida de Masereel y, sin duda, una de las más alabadas desde que fuera editada por primera vez en 1925. De hecho, y a pesar de no ceñirse al formato tradicional de la novela gráfica, fue considerada por Will Eisner como una de las obras más influyentes del Noveno Arte durante la pasada centuria. Una afirmación que, a posteriori, se ha visto refrendada por las alabanzas de historietistas como Paco Roca.
Más curiosa es, sin embargo, la relación de La ciudad con el Séptimo Arte, pues si bien la impronta del artista belga resulta clara en films tan emblemáticos como Metrópolis de Fritz Lang, la obra de Masereel también recibe claras influencias del expresionismo, movimiento cultural y artístico al que se adscribieron numerosos cineastas germanos como Robert Wiene o F.W. Murnau. De hecho, al lector cinéfilo no le resultará complicado hallar ecos de El gabinete del Doctor Caligari o Nosferatu en La ciudad, especialmente si pasa las páginas de esta obra a toda velocidad, como si de un folioscopio se tratase. Para comprobarlo, os dejamos este vídeo como aperitivo:
Uno de los mayores atractivos de La ciudad, por otra parte, radica en su marcado carácter atemporal. Poco importa que los personajes de su bulliciosa y contaminada urbe vistan con ropajes de los años 20, pues sus preocupaciones, anhelos, alegrías y esperanzas son similares a los de los ciudadanos del siglo XXI. Además, y esto es lo más interesante, pues muestra buena parte del corpus intelectual de Masereel –pacifista convencido, antifascista declarado y simpatizante de los extintos soviets-, en La ciudad tiene un destacado protagonismo el componente social, arma que el artista belga empleó para, de manera incisiva, denunciar las enormes diferencias de clases; unas diferencias que se traducen en la ostentación insana y amoral de la opulencia de una minoría ajena por completo –por pura ingenuidad o, peor aún, indiferencia- a la lacra infame de la humanidad, la pobreza en todas sus manifestaciones.
La ciudad es, en definitiva, una obra sorprendente, de lectura más que recomendable, que, con un exquisito dibujo en blanco y negro y de trazo preciso y absolutamente elegante, regala al lector escenas de un realismo virtuoso y, en ocasiones, sumamente inquietantes o teñidas de una enorme tristeza –baste citar, en ese sentido, la lámina en la que un hombre intenta estrangular a una joven desnuda o la que muestra a una mujer enferma y ajada que, sin más compañía que la de su gato, parece hallarse en la antesala de la muerte, aunque el retrato que pende sobre el cabezal de su cama revela al lector la existencia de tiempos mejores y le recuerda un hecho tan incontestable como la fugacidad de la vida.
Para concluir, tan sólo mencionar la cuidada edición de Nórdica Libros –aunque un formato mayor de página hubiera sido preferible- y el acierto en la elección del papel estucado para reproducir unas láminas que, inspiradoras de mil y una historias, podrían pender en las paredes de los mejores museos del mundo.
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