Héroe de acción por excelencia, Batman es también todo un icono de la cultura estadounidense desde que en el año 1939, meses antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, apareciera por primera vez en las páginas de la revista Detective Comics.
No son pocas las adaptaciones que desde entonces han llevado a la pantalla – grande y pequeña – las peripecias del atormentado hombre murciélago. Desafortunadamente, no todas esas traslaciones al formato audiovisual han sido siempre acertadas, especialmente la serie facturada en los años 60 y repleta, cual viñetas de cómics con sus preceptivos bocadillos, de unas interjecciones - como zas, puf o boom - que hoy día lucen terriblemente démodés.
Mención aparte merecen las dos magníficas adaptaciones firmadas por Tim Burton hace más de dos décadas. De hecho, cuando Christopher Nolan – en connivencia con su hermano, el guionista Jonathan Nolan - se propuso llevar de nuevo a la gran pantalla el universo Batman en una trilogía, nada hacía sospechar que, con su breve trayectoria, el director británico iba a lograr superar, con las dos primeras entregas, el trabajo del autor de Eduardo Manostijeras.
Con estos antecedentes, la expectación ante la última entrega de la trilogía de Nolan era máxima; afortunadamente, la espera ha valido la pena y el último film del director británico supone un final absolutamente épico, espectacular y deslumbrante. A ello ha contribuido sobremanera la fortaleza de un sólido guión – que, como los anteriores, ha dotado a sus máximos protagonistas de todo un calado psicológico que reniega de los arquetipos más planos y maniqueos –, unas escenas de acción increíblemente bien ejecutadas gracias a los impactantes montajes a los que Nolan tiene acostumbrados a sus seguidores, la fantástica banda sonora de Zimmer y, en general, las efectivas interpretaciones de sus principales actores, especialmente del irreconocible Tom Hardy.
El Caballero Oscuro: la leyenda renace, sin embargo, no es sólo un film trepidante como pocos – sus casi tres horas de metraje se antojan breves –, sino que está imbuido de una reflexión casi poliédrica que, dados los tiempos que corren, más de uno podría tachar de conservadora e, incluso, perversa. Y es que el caos al cual sucumbirá esa Nueva York disfrazada de Gotham - libre ya de los peores crímenes pero no de las desigualdades sociales – vendrá precedido de todo un discurso contra banqueros y poderosos y sazonado con ecos de la lucha de clases. De hecho, ese proclama proferida por el villano del film – que se ve antecedida por la advertencia del personaje de Catwoman sobre una próxima tormenta que habrá de subvertir un sistema en el que el que la riqueza se halla sumamente mal repartida - recuerda poderosamente las causas que llevaron a derrocar, ahora hace casi un siglo, el régimen zarista. Si a ello, además, se suma la obsesión de otro de los personajes por subsanar todo el entuerto desde dentro de la ciudad – en un símil nada disimulado del propio sistema – las reflexiones que suscita el último film de Nolan bien pudieran resultar más que inquietantes - ¿estamos ante el cambiar todo para que nada cambie, como apuntara el Príncipe de Salina en la magistral El Gatopardo?
Ahí es nada para un film de acción. Un film casi perfecto de haber existido más química entre Christian Bale y Anne Hathaway, haber contado con una mejor interpretación por parte de Marion Cotillard – ¿dónde está el talento que derrochara en La vie en rose? - y, por supuesto, de haber obviado tópicos tan de manual como la bomba nuclear, - McGuffin utilizado hasta la saciedad - o la figura casi mesiánica de un anciano ciego y preso en una prisión inexpugnable de un país musulmán, lo que inevitablemente remite al terrorismo islámico.
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