Precedida por un aluvión de elogiosas críticas, su triunfo en la pasada edición del Festival de Cannes –donde se hizo con la preciada Palma de Oro- y sus cinco nominaciones a los mediáticos premios Oscar –que incluyen el de mejor película y el de mejor director-, Amor, la última obra del director austríaco Michael Haneke, llegaba, por fin, a las carteleras españolas hace unas semanas.
No obstante, y a pesar de la expectación creada y de la dureza de su temática, Amor también había despertado más de un recelo entre los seguidores de la obra de Haneke, un director que, si bien habituado al reconocimiento y a los galardones –su anterior film, La cinta blanca, también fue premiado con la Palma de Oro-, se ha granjeado, con la extrema brutalidad de algunos de sus trabajos, la animadversión de más de un espectador.
Los primeros fotogramas de Amor revelarán de inmediato, sin embargo, que, lejos de adoptar una postura complaciente, Haneke sigue empecinado en su férrea voluntad de remover la conciencia de un aburguesado Occidente. De hecho y sin duda, pocos arranques cinematográficos resultan tan impactantes como esa suerte de metáfora entre la vida y la muerte plasmada con el encadenamiento de dos escenas absolutamente dispares, la que muestra el cuerpo amortajado de una anciana y el largo plano de una platea de teatro abarrotada de gente.
Tras esa inquietante introducción, la cámara de Haneke ya no habrá de abandonar el espacioso, y un tanto ajado, apartamento donde reside un muy compenetrado matrimonio de ancianos, cultos y melómanos, cuya perfecta harmonía se verá irremisiblemente truncada cuando, en una escena absolutamente asombrosa por su realismo y sencillez, la esposa muestre los primeros síntomas de la enfermedad que la condenará a una muerte en vida.
Si bien Haneke podría haberse recreado en los aspectos más escatológicos de una enfermedad degenerativa, su apuesta, como en el resto de su obra, se centra en su labor de dotado entomólogo y así, y valiéndose de su fino y preciso escalpelo, el cineasta austríaco no sólo diseccionará a Anna y Georges –una vez más, los mismos nombres con los que suelen ser bautizados sus protagonistas -, sino que, mediante largos planos secuencia de estancias vacías, incidirá en la soledad, en parte deseada, que envuelve al anciano matrimonio.
Por otra parte, y a pesar de la extrema dureza de su historia, Amor resulta un film sobrio que huye por completo de bandas sonoras empalagosas y escenas lacrimógenas, aunque esté sobrado de desgarradores y contenidos momentos dramáticos, como, por ejemplo, la escena en la que Georges se aferra, desesperado, al cuerpecillo de una paloma.
No se puede dejar de mencionar, además, el soberbio trabajo de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, auténticos monstruos de la interpretación, que se despojan de todo pudor para encarnar a unos personajes dotados de un realismo pavoroso.
Bello y devastador, Amor es un film de bocado exquisito, aunque de difícil digestión, que enfrenta al espectador a la decrepitud de la vejez y a la muerte, etapas de la propia vida que en Occidente, a fuerza de un exacerbado consumismo y un no menos ensalzado hedonismo, han devenido uno de tabúes más arraigados de nuestra complaciente sociedad.
Con la gala de los Oscar próxima en el horizonte, poco importa si el film de Haneke consigue alguna de las preciadas estatuillas doradas; su mera factura es otro aporte glorioso a la historia del Séptimo Arte.
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