Producida íntegramente por Netflix, Roma llegaba a los cines pocos días antes de que la famosa plataforma de contenido multimedia la estrenara oficialmente el pasado 14 de diciembre. Ambos estrenos venían precedidos por los parabienes de la crítica y, sobre todo, por el éxito de la película en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, donde se hizo con el máximo galardón. Con sus diez nominaciones, Roma, además, parte ahora mismo como una de las grandes favoritas de los premios Oscar de este año, lo que no deja de resultar paradójico y revelador, dado el canal de distribución preferente de este filme.
A pesar del reconocimiento de la crítica, Roma ha conseguido, sin embargo, dividir a la casi totalidad del público entre entregados admiradores, que la consideran uno de los grandes largometrajes del siglo XXI, a la altura del neorrealismo felliniano, y detractores acérrimos, que han llegado a tacharla de plúmbea, carente de historia e, incluso, de bodrio infumable. Sin ser una obra magna del Séptimo Arte, Roma es, no obstante, una de esas pequeñas delicatessen que, muy posiblemente, se paladean una sola vez en la vida, pero que suponen una gratificante experiencia para todo cinéfilo militante y amante del cine más personal e intimista.
Rodada íntegramente en blanco y negro y ambientada en la década de los 70, Roma es, de hecho, la película más personal que Alfonso Cuarón ha rodado hasta la fecha. La historia de Cleo, una mujer de origen mixteco que se hace cargo del cuidado de los hijos de una familia acomodada, contiene no pocos puntos comunes con la biografía de Libo, la mujer que criara a Cuarón y a sus hermanos desde su más tierna infancia y a la que el director mexicano ha dedicado esta película.
El escenario en el que transcurre la mayor parte de la historia, por otra parte, no se ha escogido al azar, ya que Cuarón vivió en la misma calle en la que se ubica la casa en la que reside Cleo con la familia para la que trabaja. Ese barrio que da nombre al film, la colonia Roma, fue antaño, con sus palacetes y mansiones de inspiración europea, lugar de residencia de familias acomodadas y sirve a Cuarón para contraponerlo con otros escenarios, mucho más pobres, casi sumidos en la miseria, en los que la diferencia de clases se muestra en toda su crudeza, acentuada, además, por el racismo, una lacra de la que no parece haberse despojado una parte de la sociedad mexicana del siglo XXI, a tenor de los comentarios execrables que se han vertido en muchas redes sociales sobre la principal actriz protagonista, Yalitza Aparicio, a la que, por su origen mixteco, no se la ha considerado digna de representar a su país.
Uno de los grandes logros de Roma reside no solamente en su retrato de su principal protagonista sin caer en excesos dramáticos, sino en su capacidad para integrar su historia en un momento histórico determinado, al que se alude no solamente con la caracterización de personajes y escenarios, sino con la inclusión de hechos históricos que tuvieron una especial importancia en la historia reciente mexicana, como el baño de sangre en el que acabó una revuelta estudiantil el 10 de junio de 1971, un acontecimiento que la historiografía ha bautizado como El Halconazo o la Matanza de Corpus Christi.
Roma, en definitiva, puede que no sea la obra de arte a la que la han elevado algunos críticos –tampoco la interpretación de su principal protagonista, aún siendo notable, está a la altura de la obtención de un Oscar–, amén de que en el aspecto de sonido resulta más que mejorable –hay escenas ininteligibles–, sin embargo, su tono intimista, contenido, no dado a los excesos –que no desprovisto de una intensa emoción en prácticamente todo su metraje–, unido a la maestría de Cuarón tras la cámara y una fotografía que sólo cabe de calificar como excelsa, la convierten en un título de obligado visionado para los amantes del Buen Cine, con mayúsculas. A quienes acusan a Roma de carecer de guion y echan de menos un mayor calado dramático, pergeñado de momentos de intenso melodrama, habría que recordarles que quizá no haya mayor drama que el de la tiranía de la rutina y la condena a una vida en la que los días, con sus pequeños y grandes pesares, se hacen indistinguibles unos de otros, sin que en ellos quepa lugar para la esperanza y los sueños.
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